lunes, 15 de agosto de 2011

Café

-¿Eiskaffee, has dicho? -pregunta Cloe, encantadora, sonriendo con los ojos: es lo único que se ve de su cara por encima del borde de la taza.

-Eso es -asiente Licht, y durante un momento muy largo permanecen mirándose, inocentemente felices: el caballerito y la dama, sentados frente a frente en el mismo velador de mármol del Café Sacher, hogar de la tarta de chocolate más famosa del mundo. Eso es lo que le dijo Licht a su tía para traerla aquí, para impresionarla (para seducirla), cuando se vieron solos y sin ocupaciones en el salón de la mansión Von Rosenzweig: el abuelo y Étienne en su reunión de la junta de accionistas, Licht libre de sus clases de la tarde merced a un cólico nefrítico fulminante del profesor de ciencias, y Cloe sorprendida por los tempranos horarios de cierre de las boutiques vienesas.

-Esto es una capital europea. Tiene que haber un sitio donde puedan ir dos personas elegantes un viernes por la tarde -suspiró ella dejándose caer cómicamente en el sofá. Licht, demasiado joven para la autoironía, la miró inquieto: con el abuelo ausente, las responsabilidades del anfitrión recaían sobre él. ¿Qué ofrecerle a la bella tía Cloe, con su traje sastre de color claro y sus tobillos adorables, para mostrarle que Austria en general y el joven heredero de la casa Rosenzweig en particular están a la altura del glamour que se les supone?

-Muchas Kaffeehausen cierran a medianoche -dijo, casi para sí, como pensando en voz alta. Fue entonces
cuando vio la luz y tendió la mano a Cloe y proclamó-: Déjame que te lleve al hogar de la tarta de chocolate más famosa del mundo.

Y Cloe, antes de tomar la mano que él le ofrecía, rió con una carcajada tan limpia y abierta como la de un niño, echando la cabeza hacia atrás; y Licht pensó, por primera vez en su vida, que Ovidio no tenía razón cuando aconsejó a las mujeres que se rieran con discreción si querían parecer hermosas.

Había algo de espejismo, algo de febril, en el placer de guiarla por la ciudad, como si fueran amigos e iguales y no los separase esa distancia infranqueable, la frontera del mundo de los adultos: Cloe bajo las luces de Viena, resplandeciente en la llovizna, Cloe sentada a su lado en el taxi, preguntándole por los monumentos en lugar de preguntarle esas cosas que se preguntan a los niños (“¿Qué tal el colegio?”); llevarla, tomados del brazo, a su rincón preferido, a la misma mesita donde él ha consumido incontables raciones de tarta Sacher desde antes de tener memoria, y, a petición de ella, sugerirle algunas de las especialidades más famosas de las cafeterías de Viena (“Que sea dulce.” “¿Franziskaner? ¿Einspänner? ¿Kapuziner?” “Tendrás que pedirlo tú, Licht: yo ni siquiera soy capaz de pronunciarlo” - y volvió a reírse).

-Eiskaffee -pronuncia ahora, sin embargo, cuidadosamente, como todos los extranjeros que no hablan alemán; dulcemente, con los ojos sonriendo sobre su taza. Y durante un momento muy largo se miran, felices.

No hay comentarios:

Publicar un comentario